El almuerzo terminó hace rato, y mi propuesta de ver el último atardecer del año es bien recibida. Estamos en la casa de campo de Yuri y Rita, unos amigos portugueses, en la mitad del campo, bien al norte de la isla, cerca de Sant Joan de Labritja. Yuri nos cuenta que no hace falta conducir hasta Benirrás, podemos subir a la montaña de al lado, que son sólo 20 minutos caminado, con los niños quizás media hora. El campo en diciembre esta verde, sobre la tierra roja crecen millones de tréboles cuyas flores amarillas tienen jugosos tallos para el deleite del caminante. Al eterno aroma a hinojo y romero de los senderos de Ibiza se suma el de la rúcula salvaje. Los algarrobos ya tienen dulces y las higueras están en ese momento de ramas limpias y embrujadas. Me sorprendo al ver que algunos almendros se adelantan ansiosos y están florecidos. El silencio es enorme e incluye cantos de pájaros. El paisaje aún mantiene el color anaranjado en las pequeñas paredes de piedra que acompañan el relieve. Los niños van felices, con algún palo largo en la mano, de a ratos llamando a los perros que nos siguen y con cuidado de no pisar esparragueras. Es una utopía en la que vivimos hace 5 años, y además hoy se suma la alegría de tener aquí a mi familia de Canada. Cierro los ojos y agradezco.
